Grecia, aquel país que se mantuvo firme
frente al imperio mundial persa, era una pequeña península con unas pocas
ciudades también pequeñas de afanosos comerciantes, con grandes montañas yermas
y campos pedregosos que solo podían alimentar a un numero reducido de personas.
A todo ello se sumaba el hecho de que la población pertenecía a distintas
tribus, sobre todo a las de los dorios, en el sur, y los jonios y eolios, en el
norte. Estas tribus no eran muy diferentes entre sí en lengua y aspecto,
simplemente hablaban en varios dialectos que podían entender si querían. Pero a
menudo no lo deseaban. Como tantas veces suele ocurrir, aquellas tribus vecinas
tan próximamente emparentadas no podían soportarse mutuamente. Se burlaban unas
de otras y, en realidad, se tenían celos. Lo cierto es que Grecia no había
conocido un rey ni una administración comunes, sino que cada ciudad era un
reino por sí misma.
Había sin embargo algo que unía a los griegos:
su religión común y sus deportes, también comunes. Curiosamente, no se trataba
de dos asuntos dispares, sino que e1 deporte y la religión estaban
estrechamente ligados. Cada cuatro años, por ejemplo, se celebraban en honor de
Zeus, e1 padre de los dioses, grandes competiciones en su santuario. Este
santuario se llamaba Olimpia; había en él grandes templos y también un campo de
deportes, y allí acudían todos los griegos, dorios y jonios, espartanos y
atenienses, para demostrar su fuerza corriendo a pie y arrojando discos, lanzando
la jabalina, practicando e1 pugilato y compitiendo en carreras con carros.
Vencer en Olimpia se consideraba el máximo honor que podía alcanzar una persona
en su vida. El premio consistía en una sencilla rama de olivo, pero los
triunfadores eran festejados maravillosamente: los mayores poetas cantaban sus
combates con magníficos cantos y los máximos escultores mode1aban sus estatuas
para Olimpia, estatuas en las que se les veía como conductores de carros o
lanzando el disco o, también, untándose el cuerpo con aceite antes de la lucha.
Estas estatuas de vencedores existen todavía hoy y es posible que hayas visto
alguna en el museo de la ciudad donde resides.
Como los juegos olímpicos, que se celebraban
cada cuatro anos, eran visitados por todos los griegos, constituían un cómodo
medio de contar el tiempo para todo el país en conjunto. Esta práctica se
generalizó progresivamente; de la misma manera que hoy decimos «después del
nacimiento de Cristo», los griegos decían «en la olimpiada número tal». La primera
olimpiada fue el 776 a.c. ¿Cuándo fue la décima? No o1vides que solo tenían
lugar cada cuatro años!
Pero los juegos olímpicos no eran el único
elemento común entre los griegos. El segundo era otro santuario, el del dios
del Apolo, en Delfos. Se trataba de algo extraordinariamente peculiar. Allí, en
Delfos, había en 1a tierra una hendidura de la que salía vapor, como suele
ocurrir en las zonas volcánicas. Quien lo aspiraba se sentía obnubi1ado en el
verdadero sentido del término, es decir, que el vapor lo sumía en una confusión
tan grande que le hacía pronunciar palabras incoherentes, como si estuviera
borracho o con fiebre.
Ese hablar aparentemente sin sentido les
parecía sumamente misterioso a los griegos, que pensaban: el propio dios está
hablando por la boca de un ser humano. Así pues, colocaban a una sacerdotisa -llamada
Pitonisa- sobre un asiento de tres patas encima de la grieta, y los demás
sacerdotes interpretaban sus palabras, balbuceando por ella en trance. De ese
modo se predecía el futuro. Era el oráculo de Delfos, y los griegos de todas
las regiones peregrinaban allí en cualquier circunstancia difícil de la vida
para consultar a Apolo. A menudo, la respuesta no era nada fácil de entender y
podía interpretar de diversas maneras. Por eso, en la actualidad cuando alguien
se expresa de forma solemne y complicada decimos que habla como un oráculo.
De Ernst Gombrich, Breve Historia del Mundo.
hola
ResponderEliminarAdios
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